Lo importante y lo que importa en la Semana Santa de Calahorra

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Ambiente general de los preparativos en el interior de San Francisco

Hace un día de perros. Las cigüeñas no quieren volar; quizá ni siquiera puedan hacerlo con su plumaje así de empapado, de manera que soportan la lluvia sobre una chimenea frente al Albergue de Peregrinos, en la que se mantienen estoicas a pesar de que han colocado allí algunos chismes para disuadir su presencia.

La Procesión del Silencio ha sido primeramente retrasada y suspendida media hora más tarde, cuando el agua del cielo ha obligado a aceptar una realidad que contraría a los cofrades. Éstos aguardaban una interrupción en la lluvia que se usaría como excusa para salir con los pasos de La Piedad y el Cristo de la Vera Cruz. La esperanza es a veces una pequeñísima llama que no hay manera de extinguir. No hay lágrimas, pero sí caras de decepción entre las vestimentas celestes y blancas y las de oro y negro que aguardan en San Andrés.

Más allá, el antiguo templo de San Francisco bulle, casi en penumbra, bajo la lánguida luz de las bombillas reflejada por el pan de oro viejo del retablo. La tarima –con restos de flores aquí y allá– resuena bajo los pies con docenas de trabadores, camareras, modistas y floristeras. Están preparando los pasos: unas ponen flores aquí, otros barren allá, otros rematan la instalación de unos faroles y arreglan este pasador o aquella peana… Aquel que se encarama a una de las andas para quitarle el polvo a las figuras, parece un personaje más de la escena.

La reverberación de las voces llena el espacio hasta las cúpulas y el aire huele a claveles, a verdor y a polen entre las miradas asombradas de algunos turistas despistados; y es que no hay por qué entender las cosas para que te impresionen.

Hago unas fotos que sin duda habrá que retocar para compensar la escasa luz ambiente. Después, bajo la pertinaz lluvia, salgo de San Francisco procurando no pisar los pequeños ríos de agua, para salvar los escasos metros que me separan de una caña en el bar del albergue. Otros prefieren un café humeante y reconfortante; como un viejo conocido que se coloca a mi lado y me habla de cosas buenas y malas (como en toda obra humana) que a lo largo de parte de su historia han ocurrido en la procesión de esta noche. Son detalles que me cuenta este cofrade que lleva saliendo 56 años con su paso. Otros tantos nudos se lo recuerdan en el cíngulo que ciñe su traje de penitencia. «Si quieres, escribe estas cosas pero no digas quien te las ha contado”, me advierte. Pierde cuidado; una de las cosas que se aprenden en los cinco primeros minutos de periodismo es que, por intrascendentes que sean los hechos, conviene callar más de lo que se cuenta y proteger a quien te informa, si es que quieres que mañana vuelva a confiar en ti.

El cielo es de plomo. Yo no sé si esta noche saldrá la procesión del Santo Entierro, pero seguramente eso no es importante. Y es que otra de las cosas que se aprenden rápido en esta profesión es que hay hechos que importan y hechos que son importantes, sin que ambos conceptos tengan por qué coincidir.

Lo esencial es invisible a los ojos; decía Antoine de Saint-Exupéry. Así que lo importante es la Semana Santa de dentro, aunque lo que importe sea la Semana Santa de su manifestación externa: la de «el Cristo que me miró», la de la luna llena en un frío cielo despejado, la del traje que espera su momento sobre la cama del dormitorio, la del sonido de los tambores, la del crujido de los pasos al descansar su peso en los hombros de los trabadores, la de las andas pasando casi al roce de los muros de la calle Enramada, la de una mano que toca la mano de un crucificado al pasar frente a un balcón, la de la subida de los 42 peldaños de San Francisco y la de la emoción de la llegada al viejo tempo. Ahí sí hay lágrimas –yo lo sé– aunque no las puedas ver porque la tela que cubre el rostro está para eso y para más.

✍🏽 Santiago Fernández Cascante